[su_heading size=»20″ margin=»0″] El rock de Pablo Galiano y su banda es un rock áspero y compacto. Rock clásico y sucio en momentos, recordándonos algo a Gatoperro, por no irnos muy lejos y que tanto aquí nos gusta; Y rozando, en otros, a un rock de autor menos desprolijo y más púlido.  [/su_heading]

 

[su_dropcap]N[/su_dropcap]o nos pondremos a soltar el rollo habitual de como falsos estereotipos y alteradas luciérnagas de usar y tirar han copado y copan el primer plano de la visibilidad cotidiana del ser humano. Bien sea dentro del mundo del arte, de la política. Sin ir más lejos, en un aula de facultad también ocurre que el intrusismo, puramente retorico y estético, rebalsa la tranquilidad de la sencillez y la belleza. Y aunque sí, ya he empezado a soltar todo ese rollo, me detendré aquí porque de fantásticos vendedores de humo hemos colgado ya el “sold-out”, pero no así de pequeños grandes ejemplos de sencillez. Y es de esto que voy a hablar hoy, de la armonía que transmite la calma y la confianza que da la naturalidad.

Subido en el centro del escenario de la sala Siroco, camiseta negra de Black Sabbath y un gastado vaquero, Pablo Galiano con su guitarra colgada del hombro ejerce de esos anfitriones que se sienten cómodos de recibirte en su casa pero como incómodos de atenderte. Como si esa atención provocaría justamente el sentirte ajeno y no tanto así como en casa. Emancipándose, al menos estéticamente, de la fiereza del ego y el agujereado colchón de la petulancia artística. Y no es pequeño detalle; más aún ahora que me encuentro, sorprendido, con la actual relevancia de su figura dentro de justamente un mundo rodeado de aquel rollo expuesto más arriba, participando de un concurso televisivo de gran audiencia.

Le rodea un grupo de músicos que, da la impresión, se conocen hasta cuando incluso a veces dicen la verdad. Joe Eceiza con una guitarra incandescente y luminosa, Isaac Rico en la batería que parece interpretar y conocerse cada indómito rincón oscuro de las canciones, y Dani patillas al bajo cierran así el circulo instrumental. La voz de Laura Rubio en los coros dando electricidad y fuerza a la vez que tranzando, en una especie de yin-yang, junto a la voz de Pablo, genera un equilibrio completo que le deja así la libertad necesaria para golpear sin temor aquellas letras que así se lo piden y no dejar rastro alguno.
Un sonido que, alejado en su mayoría de empalagosos estribillos, pelea frente al eterno, oscuro y tenebroso existencialismo del rock: “…la noche era blanca y el cuervo cantaba…”. Dejando así, aunque la calma pregone por fuera, que corran por dentro arenosas tormentas y náufragos deseos, y que naveguen viento en popa perdidos de norte dentro de los recónditos margenes de la canción. Una canción que se clava en los ásperos tallos del amor y se pierde en los misterios de la noche: “…de nuevo el silencio construye el espacio en que tu sombra se alarga y se aleja con un aullido ahogado…la noche es ahora tu casa..”
Así es que Pablo Galiano revalida el rock como fondo, más allá de la forma. Donde la música camina, corre, aúlla, grita, se desespera y reposa, activa y enérgica dentro de aquellos paisajes donde de por sí solo lo natural es bello, y no un mero producto envasado en lata de conserva. Dejando a la música que hable por sí misma. Que respire, dentro de la eléctrica calma del rock.

 

 

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Imágen y texto: Iván_lionel