Contemos. 1, 2, 3… Bien. De nuevo. 1, 2, 3… 15,16… Sigue. 25, 26, 27… ¿Cuánto falta? 31 mujeres han sido asesinadas en España a manos de su pareja en lo que va de año. 1, 2… 31. En uno, dos… en menos de seis meses. Hace falta lucha, queda claro. Y Freedonia, aceptando el reto, alzó la voz por un momento.

El pasado fin de semana, la sala Joy Eslava abrazó entre sus paredes a este grupo de soul que presentaba su nuevo disco, ‘Shenobi’, que combina she (mujer, en inglés) con nobi (crecimiento, en japonés). Toda una oda al empoderamiento que hace falta aquí, pero también allí, en el mundo, donde es más necesario, si cabe.

El concierto fue potencia, energía, lucha, música, identidad, contenido. Un todo redondo, medido al milímetro y que servía para poner en escena el que es probablemente uno de los mejores directos a los que se puede asistir en la escena de música negra actual.

Freedonia va de acierto en acierto, y lo demuestra. No se achanta con lo conseguido antes, y se supera. Arranca un sonido del pasado, lo hace suyo, mantiene su esencia pero hace que suene de extrema actualidad a su vez. Y el oyente no entiende qué es lo que ha pasado, pero le gusta y lo disfruta, y baila, y ríe mientras canta.

A pesar de que había 14 personas poblando el escenario, los ojos seguían inevitablemente a Maika Sitté, la voz del empoderamiento. Su sonido llenó cada rincón del antiguo teatro. Sirvió de estandarte, de voz a los que no la tienen. Y al mismo tiempo que grita con rabia su denuncia, acuna en el más dulce de los letargos. Pero esto no va de individualismos. La banda, completa y repartida en sus secciones, sirvió de sostén de aquella voz, y todos juntos desempeñaron el papel de cariátide que sostiene algo más grande que uno mismo.

Los vientos llevaban consigo el sentir, la percusión el latir, los coros la identidad y el resto la personalidad. Todos a la vez creaban un organismo que funcionaba a la perfección, una máquina suiza que subía y bajaba, que enganchaba y no soltaba. Pura conciencia y potencia.

La música de Freedonia tiene algo como de épico. La dualidad y equilibrio entre la música y el mensaje saca fuerzas de donde no se sabe. Y el público lo siente: lo mismo baila que se siente con energía para coger el fusil y liberar el siguiente pueblo.

Pero las canciones se sucedieron de tal forma que también hubo momento para respirar y así evitar el desgaste. Ello permitía a la banda jugar con las emociones del público, y éste encentado con ello. Cuando la situación se volvía más reflexiva, se pasaba a un mundo de matices más complejos, que poco a poco iba apresurándose para subir en el acelerón, que llegaba sin avisar y era recibido con una ovación.

La noche dejó un gusto de boca del que es difícil sacar pegas. Quizás hubo algún defecto en la música, alguna nota fuera de tiempo o algún momento en el que la banda no acabó de entenderse. Pero si no se oyó fue gracias a aquel permanente murmullo de los a los que, dos copas después, la música les interesa poco.

El concierto de Freedonia fue algo necesario. Para la escena, que a veces parece acumular líneas heterogéneas y en ocasiones débiles, pero también para la sociedad: un concierto sobre la mujer, (en una noche donde los hombres «de verdad» debían de estar en el fútbol), de identidad y de sentido.

“¿Seguimos o nos vamos?”, preguntó Maika Sitté hacia el final de la actuación. “Seguimos”, respondió el público. “¿Seguimos o nos vamos, Madrid?”. “¡Seguimos!”. “Alright!”. Y cuenta la leyenda que cuando se apagaron los focos, la música de Freedonia siguió sonando, en los tarareos, en los silbidos, y en las conciencias.

 

 

Texto: Diego Rodriguez Veiga (@diegoricks) / Imagen: Iván lionel

 

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