Fue una pena que no hubiera butacas suficientes en la sala Joy Eslava para todos los asistentes que, con gran expectación, asistimos el pasado jueves al concierto de fin de gira donde El Niño de Elche terminó de pasear sus Voces del Extremo, respaldado ya por el asombro y admiración a partes iguales difundido por gran parte del público y la crítica que ya habían tenido la oportunidad de toparse con este irreverente trovador durante los pasados meses.

Recinto lleno en su mayoría por un amplio desfile de modernos, hipsters y buscadores de tendencias que esperaban el recital del artista a sabiendas de que era una de las citas obligadas para el que no quiera perderse ninguno de los eventos “cool” de la ciudad. La gran diferencia esa noche en comparación con otras muchas moderneces recientes es que aquí hubo calidad musical que rebosaba por los cuatro costados. Y es que, como dicen los americanos, El Niño de Elche juega en otra liga.

Es un espectáculo que se debe paladear de forma sosegada y cómoda, como una buena copa de vino o un buen porro, para poder apreciar los muchos matices que este hombre esculpe en su performance, ya que requieren de un nivel de concentración considerable para poder degustarlo a conciencia. Y aunque para muchos en un principio no sea más que una nueva figura a idolatrar dentro del espectro indie, esto es mucho más que indie. Es, de hecho, una bofetada al indie. Es música libre, valiente, transgresora y fuera de etiquetas.

Es hacer que te comas a Martirio en el escenario y que se escuchen unos “oles” desubicados intuyendo su procedencia y que sientas, sin poder evitarlo, cierta vergüenza ajena.
Es escuchar a alguien que te dice que nadie le conoce y reconocer en eses momento que es él quien te conoce a ti y a tu psique más profunda. Es el desplante de un artista que siempre se sentirá incomprendido porque rebusca en lo que no se puede comprender. Es ver la seguridad de un friki genial, cual Sheldon Cooper, que sabe que sus planteamientos son irrebatibles aunque en este caso adornados con la entrañable humildad de un gordito simpático.

El niño de Elche - Joy Eslava (10-11-2016)

Es tal la magnitud de sus puntos álgidos que no queda más que preguntarse cuando algo te ha sabido a poco si es que quizá no has acabado de entenderlo.
Pero volviendo de nuevo a la tierra, se le podrían poner algunos “peros” a esa noche. Quizá el orden de los temas no fue el más acertado, ya que supuso algunos altibajos en el discurso dramático del espectáculo. Es posible que las bases electrónicas que sonaban en algunas de las canciones limitaban bastante la dinámica de la voz y quizá no estuvieran interpretadas o manipuladas con la humanidad que el momento necesitaba. Pero bueno, ahí estaba la guitarra de Raúl Cantizano para compensar. El gran Raúl Cantizano, perfecto escudero de aquella aventura.

Y es que el Niño de Elche, con espíritu quijotesco, se dedica a luchar contra esos molinos que representan las formalidades musicales y nos llega a convencer de que los locos somos nosostros, los demás, por no habernos dado cuenta antes de que a esos gigantes ya les tocaba doblegarse. Merece un gran respeto alguien tan osado que, sin dejar de pisar firme mientras interpreta, es capaz de vapulear muchas de nuestras convenciones y una vez aturdidos, pueda emocionarnos en un lugar inusitado de nuestra mente perpectiva, con gran inteligencia y sensibilidad.

Y el concierto acaba y nos quedamos con la sensación de haber asistido a lo que podría haber sido un show de drag petardo pero que sin embargo nos ha sabido a arte mayúsculo.
Y el artista se va, dejando un regusto delicioso y amargo, pareciendo desquitarse del resentimiento de muchos años de incomprensión y desprecio, como diciendo “esto es lo que quería contaros y no me escuchabais”. Despidiéndose de ese desfile de modernos, hipsters y buscadores de tendencias con una sonrisa encandiladora a la que no puedes replicar, aunque sabes que esconde un cariñoso “que os follen”.

 

Texto: Arturo Jiménez Calvo   /  Foto: Iván lionel