Por la música de Antonio Lizana las identidades cabalgan desbocadas. Lizana crea la vereda donde descansan y hace fluir el arroyo del que beben cuando pivota del flamenco al jazz, cuando lidera el cante o emboca el saxo. En su aura, las identidades pueden dejar atrás el eco de los gritos que las evocan en mítines donde se dice lo que se quiere oír y se busca un “otro” para una desdicha propia. En su aura, se olvidan de los puños, las palabras y las miradas tintados con los colores de una bandera que cuelga de un balcón. Y, paradójicamente, es ahí en ese espacio común de unas con otras donde cada una es más sí misma que nunca.
Todo esto se huele en ‘Oriente’ el tercer disco del artista gaditano. En él, Lizana consolida su progresión y cosmopolitismo. Cuando empieza, uno nunca imagina a qué puerto va y carga su música y pensamiento de influencias del otro lado del mundo, ese que ahora nos dicen que es hostil. Pero recupera su belleza, la hace suya y la integra en una gran confusión sentimental y conmovedora que ya es su firma. Dice Jorge Pardo -aquél del que se acaba hablando cuando se habla de cosas serias- que todo en Antonio es impactante. Y tiene razón.
Aterrizado en Madrid después de llevar su música por China y tocar en el Festival Internacional de Jazz de Barcelona, Lizana actuará esta semana tres días consecutivos en la sala Bogui Jazz. El 23, 24 y 25 de noviembre uno podrá imaginarse a Coltrane con descendencia sufí y tirando por bulerías.
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