El mero hecho de intentar descifrar a Íñigo Garcés ya es complicado. Cualquiera que asista a su proyecto musical, Cabezafuego, coincidirá: que está loco, que juega con la ironía como el que se aburre de lo obvio, que se lo toma todo a coña, que nada le importa, ni él mismo, y que no deja títere con cabeza… Pero todo eso ya se ha dicho y escrito y sigue quedando la sensación de que lo importante todavía se escapa.

Decía un compañero que si fuera norteamericano y estuviera haciendo exactamente lo mismo, sería un genio, un transgresor. Mientras, Cabezafuego mezclaba su rock-pop-folk psicodélico-progresivo-stoner sobre el escenario con una bandera de Corea del Norte, la ikurriña y la española, se le olvidaba la letra de su canción más conocida, se metía con el público y con medio panorama. Hacía lo que le daba la gana y lo hacía bien.

Cabezafuego es un artista puro, pura inteligencia. Lo interesante es que se ríe de todo y obligaba a reírse de uno mismo, a depurar. Pero parece que la sorna de Cabezafuego no es gratis y deja las cuentas a pagar a Íñigo. Por eso se retira, deja los escenarios, porque se ha cansado de la industria a la que le obligan a pertenecer. Así que… ¿De algo sirve todo lo anterior?

 

Fotos:  Mohamed El-Jaouhari    /   Texto:  Diego Rodriguez Veiga (@diegoricks)

 

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