Como una especie de broma macabra, la particular voz de Ángel Stanich gritaba unos versos que rezaban “carbura nena, carbura”, haciendo que cobrara especial ironía el hecho de que uno de nosotros dos se había quedado sin gasolina tirado con su moto en algún lugar remoto de la M-30 intentando llegar al concierto.

Mucho se ha llegado a hablar y teorizar sobre la nobleza del legado cultural de Estados Unidos, alzando la pregunta de si de verdad tiene algún valor o es puro marketing. Si celebramos las victorias de Rocky Balboa como propias, hay una respuesta clara, pero, por ejemplo, en el arte en general, no tiene por qué ser así. Me gusta pensar que en el mundo de la creación y admiración de lo creado, la mente-despierta está expuesta a lo que quiere estar, y que siempre existe una alternativa. De hecho, no es solo que exista la alternativa, sino que además es altamente preciada a la hora de evaluar una identidad. Por lo tanto, que vistamos todos la misma ropa: criticable; que apreciemos un buen blues: legítimo.

De todas formas, sea cual sea la postura de cada uno, hay que tener en cuenta que tanto la cultura como la sociedad de EE.UU. nacen de la continua mezcla y transformación; no se inventa nada nuevo, se adapta y se transforma, y que un artista, como lo puede ser Ángel Stanich, arrastre ese aura “Ruta 66” al español, no es otra cosa que hacer que la rueda siga girando.

Las influencias notables del paisaje continental, de las largas carreteras que se pierden como serpientes entre las montañas, de los coyotes de Oliver Stone y la armónica de Bob Dylan, explotaban sobre las tablas del auditorio de la Universidad Carlos II de Madrid en Leganés, donde no había cervezas ni barras, no se podía estar de pie más allá de tu butaca asignada, y el espacio vacío en el escenario resultaba amenazante; pero todo ello contribuía a pensar más que nunca que se asistía a un espectáculo.

En el centro del escenario, con una voz particular, había un cantante oculto entre largos pelos rizados y barbas de ermitaño, como intentando esconder algo, un algo que como mucho se podía llegar a intuir a través de canciones misteriosas, de significado claro pero conceptual, que te obligaba a darle algunas vueltas a lo que acabas de entender antes de aceptarlo como la asimilación definitiva.

Ante el espectáculo, un público que obviaba las limitaciones físicas del sitio, además del hecho patente de que la acústica del auditorio no estaba diseñada para tanto rock. No necesitaban, de todas formas, escuchar demasiado, puesto que las melodías y las letras ya las llevaban bien atadas en la cabeza y cantaban a dúo con Stanich, quien entre canción y canción demostraba aquel mito que deambula a su alrededor de que no es alguien demasiado sociable; aunque mantenía siempre el respeto, la entrega y el agradecimiento a aquellos que ante las “curvas finales” del concierto, abandonaron sus butacas para poder estar un poco más cerca, causando la desesperación del acomodador.

Aunque todo estaba hecho a medida, probablemente de manera inconsciente, para gustar a los oídos menos exigentes del indie y rock alternativo, la energía que desprendía la banda, ofreciendo un concierto compacto y bien medido, con diversidad y capaz de enganchar al público sin casi moverse del sitio, hizo que pudiéramos ver una cara diferente a la que muestra la escena actual, que aparece abandonada a las formas, obviando la letra. Stanich y su (imagino) auto-denominada Ángel Stanich Band encontró un equilibrio entre música bien tocada, estética cuidada y letras simbólicas que nos trasladaban a la mente lisérgica de Stanich.

Cuando el concierto acabó y las luces se encendieron y la cola se formó en el baño, todo recordaba más a un cine o a un gran palacio de conciertos que a una sala donde se cuece la música alternativa de Madrid, pero aun así, la noche se convirtió en algo digno de contar. Aunque nosotros nos mantuvimos con la mente puesta en encontrar una gasolinera para comprar un par de litros que echarle a la moto. Las alfombrillas de mi coche aún huelen a la gasolina que se derramó debido a las gotas que cayeron mientras buscábamos la moto. Carbura nena, carbura.

 

 

Texto: Diego Rodriguez Veiga (@diegoricks) / Imágen: Iván lionel