[su_dropcap]É[/su_dropcap] l toca su guitarra sin zapatos. Lleva calcetines negros. Bajo un pie tiene una caja roja de madera que lleva dentro un micrófono, atado al otro, una pandereta bordada con cinta marrón de embalaje. Tiene el ritmo con ambas piernas, antes una después la otra, a veces las dos juntas.
Ella está sentada a su izquierda y tiene las piernas cruzadas. Sigue la melodía de la canción con los ojos cerrados, uno de ellos a la sombra de la mecha de pelo rizado que le cae encima de la mejilla. Cuando canta, la voz parece llegar del punto más profundo de su estómago, de ese punto que solo muestra al público. Alterna coros con sonidos de acompañamiento, y al acabar el concierto él le estampa en la mejilla un beso que suena a “gracias”.
En la izquierda del escenario, apoyado a la pared y con un jersey rojo vivo, Carlos juega. Juega con un cajón decorado con papel albal, experimenta con el sonido de unas cantimploras de metal, dialoga con unos campanillitos bien afinados, regala un ritmo a dos escobillas del water. Tiene una faja verde en la cabeza y gafas, y es capaz de sacar un sonido a cualquier objeto. Hombre de teatro -da vida a lo inanimado-, también sabe hacerlos callar.
En el lado opuesto del escenario, un hombre alto y con la mirada profunda y sincera (una mirada que descubriremos solo más tarde) toca una pequeño saxofón. Él es cuatro o cinco veces más grande de su instrumento, pero cuando sopla en la boquilla comienza a moverlo como si estuviese haciendo voltear en el aire de un salón de baile a una niña orgullosa de su nuevo vestido.
Parece un tipo tímido, Enrique, mientras sujeta su guitarra ovation y habla de las canciones. Empieza a tocar y queda claro que es su genuina autenticidad de poeta, una pausa en el flujo de emociones que suelta en forma de acordes. En su cocktail de genialidades y sinceros histrionismos, Esfumato (así se llaman los cuatro) crea una atmósfera con la que se permite jugar.[su_quote]El público de la Siroco, como embrujado, se sienta en el suelo, en un semicírculo delante del escenario: niños que con la boca abierta contemplan a los números de un mago.[/su_quote]
Tocan y cantan sin perjuicios, sin la suponencia del cantautor y con la sencillez de un grupo de payasos. “¿Quién no se ha sentido alguna vez perseguido por una ola de campesinos con antorchas?”, pregunta Enrique, escondido detrás de su guitarra, antes de tocar “Frankenstein“. ¿Quién no se ha sentido alguna vez -le contestamos en silencio desde las filas del público- como esa niña que más del miedo por el monstruo siente curiosidad por lo nunca visto?
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