Solemos buscar lo novedoso y nos acercamos a ello por ser diferente. Eso mismo pasó con Agoraphobia el pasado sábado en la sala Wurlitzer. Aunque no debería, un grupo formado por cinco mujeres no puede evitar sino llamarnos la atención. Pero una vez ahí entiendes que hay más que eso y que hablar de la banda desde este punto de vista sería reducirlo todo a una visión muy simple. Si bien suscita la atención, el género de sus componentes acaba no siendo algo relevante para su música.
Cuando escuchas Agoraphobia escuchas música, y ahí se queda la cosa. No hay que buscarle la vuelta y valorarlo como una apuesta reivindicativa sobre el papel de la mujer, ni hay que pensar en feminismo, ni en machismo, ni en nada de eso que ya calienta la cabeza por la cantidad de gilipolleces (y otras que no tanto) que se dicen. Música, y punto. Rock sucio del siglo pasado mezclado con un garage combativo y con ciertos toques melódicos del indie actual y la música alternativa, sea lo que sea eso. Y punto.
Esto se debe a un pacto alcanzado a medio camino en el que se encuentran ellas con su público. Por su parte, la banda gallega no pretende explotar en ningún momento su condición de mujeres y, por parte del público, la entrega a la música es tal que le es indiferente el género de la persona que logra transmitir lo que transmite con una guitarra o baquetas en mano.
La banda opta por una música potente y directa. No hay apuesta por las florituras, como si en la simpleza radicara la genialidad, y encuentra un balance entre la sobrecarga y la escasez en el punto justo y que no flaquea en ningún momento. Esto puede ser porque es un grupo apresurado, no da tiempo a que las melodías se asienten en la cabeza antes de recibir el siguiente golpe, pero no pasa nada, haces gustosamente de punching ball y recibes el golpe y te sacudes con las vibraciones anímicas que proponen.
Hay que reconocer que no se trata de la consolidación de la originalidad, pero aun así te mantiene atento. Las canciones evolucionan entre sí y en sí mismas también. Es decir, una canción no empieza donde acaba ni se parece a la siguiente. Dentro del mismo tema puede aparecer la batería más garajera que más tarde acaba convirtiéndose en una progresión. Todo ello se ve apoyado sobre una puesta en escena energética en la que las cinco componentes dan el cien por cien de sí mismas.
El público valora tantos esfuerzos y ganas que no tiene más remedio que romper en pogo. Y es que la Wurlitzer era el sitio perfecto para un concierto de esas características. La sala ofrecía el escenario, habitado por Agoraphobia, como si se tratara de una coctelera en la que se estaba cocinando algo a toda ostia y la pista como una especie de contenedor térmico de altas temperaturas donde la única opción era la de dejarse llevar.
El grupo ya tiene tiempo, pero realmente empieza a moverse a partir de que gana un concurso de talentos de una multinacional de telecomunicaciones. Aunque huyo de este tipo de iniciativas en la cultura, la banda ha sabido seguir en su línea sin ablandarse y sin explotarse a sí misma, algo que por desgracia no siempre pasa y que es de agradecer cuando sí. Las cinco se mantienen fieles a lo que sea que piensan que es lo que deben hacer y, quizás, por eso es su música el centro de atención y no que sean mujeres, sino que son mujeres y a nadie le importa.
Imagen y texto: Diego Rodriguez Veiga (@diegoricks)
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