Emprendo el camino de regreso a casa a las tres y algo de la mañana de un ya domingo que se me presenta poco esperanzador por la cercanía de la entrada al trabajo. Aún resuena el eco en mis oídos de lo que acababa de escuchar en la sala Caracol y para saciar un poco las ganas que el cuerpo me pide de seguir allí, enciendo el facebook para que me “ilumine el rostro” y paliar así esa sensación de distancia. Alguna foto del concierto, algún comentario, alguna muestra de cercanía aislada que me ayude a volver a revivir lo reciente, pero nada encuentro.
Sigo dicha pesquisa por twitter, tuenti, instagram, whatsapp, google+, line, tumblr, snapchat, tinder, badoo y hasta en mil anuncios, pero tampoco nada. Enciendo entonces el Spotify para curar ese maldito eco que no para de sonar una y otra vez, y aún así, nada de nada. Bandcamp, youtube, myspace, itunes, deezer, last fm, soundcloud, napster, jamendo, kiss fm o libertad digital, pero nuevamente no hay nada que me quite, mejor dicho, que supere aquel eco.
Aquel punteo grueso de bajo que se enrieda con el ritmo y juntos juegan a engañar a la guitarra. Aquel juego de vientos que te menean y espabilan, aquellos coros… “Siempre habrá respuesta aunque se nos aten las manos…Responsables, señalando con el dedo al pueblo, somos culpables de que nos roben lo que es nuestro…”. Descubro entonces que mi ficción, aquello ya intangible en mi regreso dentro del frío de la madrugada, supera ampliamente a la realidad que nos hacen creer que es. Apago todo pues y sigo camino con mis recuerdos recientes.
Vivimos en un mundo de experiencias encontradas y sensaciones sin usar. Lo natural se pierde y estalla contra el cristal de los sueños de plástico comprados al por mayor en un chino que le paga el alquiler a un burgués español que viaja en una compañía de avión low cost a vacacionar a Marrakech. Franquiciamos nuestros sueños, revendemos nuestra ilusión y alquilamos “llenos” para que ocupen nuestros vacios. Así, lo orgánico, lo invisible, lo impermeable, agoniza en un rincón o, como en este caso que nos compete, sobre el escenario de una sala Caracol donde el último sábado Raza Guaya dio una lección de energía, ritmo y talento; pero sobre todas las cosas, de compromiso escénico y de responsabilidad con la palabra e implicación con los hechos.
El grupo madrileño con más de una década de vida y un gran parón de por medio, se abriga bajo el manto del reggae para golpear con música las cintura de nuestras realidades, sean de ficción o no. Su formula, nada secreta y sencilla a la vez, consiste en buenas composiciones, contundentes y precisos arreglos, riguroso juego rítmico, letras comprometidas y una clara conciencia de que ante todo, el sonido lo encuentras en la búsqueda y en el trabajo mismo.
Lo cierto es que en Madrid, sin duda, contamos con dos de las mejores formaciones de reggae a nivel nacional. Una de ellas es Blueskank, donde tiempo atrás veíamos como nos llevaba por el camino de la apertura, la otra es Raza Guaya. Sus directos son de esas fechas que ni bien las conoces te la reservas inmediatamente en el calendario, garantía de buen espectáculo. No por nada salieron victoriosos de su segundo sold-out consecutivo en la misma sala.
Los once guayos mantienen una cierta disciplina escénica tan bien trabajada que consiguen transformar lo difícil en natural; lo complicado en algo orgánico, suave y bello (entendiendo la belleza como sinónimo de un sonido sencillo, espontáneo y abierto). Cual verdaderos alquimistas de la canción y la escena.
Raza Guaya deja fuera del escenario los tópicos y prejuicios que tanto encierra (nunca mejor dicho) al mundo de la musica en general y al del reggae en particular. Caminan así sobre múltiples campos de géneros diversos y viajan con un mismo pasaporte a tierras ajenas al reggae. Todo ello acompañado de una base rítmica que mantiene a caldo vivo ese constante flexionar de rodillas. De un enérgico frontman. De un trío de metales que desprende ritmo, técnica y astucia por doquier. De una guitarra que, cuando consigue respirar, enardece en múltiples fraseos…Cada uno, en pos del conjunto, tiene en claro su papel y lo ejecuta de una forma viva, dinámica y desidida, donde es el ritmo el que adquiere especial relieve y cariz principal. Un ritmo que nace, crece y nunca muere porque se regenera constantemente canción tras canción.
“Y a veces dejas de buscar y te lo has encontrado, y a veces tienes que mirar todo desde otro lado… El curso del río cambió, cambió...» . Tal vez ya no son épocas de grandes formaciones. Tal vez el riesgo hoy día radica en el cómo más que en el porqué. Tal vez, para proyectos que apuestan por la calidad y el compromiso sonoro, el intento de ser auténticos no son ya razones, sino condenas. Pero tal vez, ojalá, sea esa misma condena la que sentencie el veredicto final donde todo lo que hoy parece ser ficción; es decir, lo genuino, original, puro, nunca pueda verse superado por lo «real» de una realidad más virtual y más lejana que nunca. Y mucho más aún para un grupo como Raza Guaya, pura sangre de directo y carne de festival.
Texto e imágenes: Iván lionel