[su_heading size=»19″ margin=»0″]«…Yo tenía un bajista que solo estudiaba en el retrete. Las chicas lo amaban porque era guapo y aún no estaba calvo. Los chicos lo amaban porque siempre tenía mandanga…»[/su_heading]
Yo tenía un bajista que solo estudiaba en el retrete. Estaba en la música por las chicas y la farlopa.
Dedicaba más tiempo a engominarse la cresta que a afinar su instrumento. Estaba más pendiente de las miradas de las nenas desde abajo que de los arreglos que le venían desde arriba.
Yo tenía un bajista que solo estudiaba en el retrete. Tenía un bajo que costaba lo mismo que 3 meses de alquiler y un amplificador más grande que una buhardilla en Lavapiés. Las chicas lo amaban porque era guapo y aún no estaba calvo. Los chicos lo amaban porque siempre tenía mandanga.
Yo tenía un bajista que solo estudiaba en el retrete. Tocaba el bajo mientras cagaba, 7 minutos al día: medio minuto por cada tema del repertorio. Pensaba que un tumbao era un hombre con sueño y al decirle tresillo él tan solo era capaz de imaginarse un sofá grande.
Yo tenía un bajista que solo estudiaba en el retrete. A mí me irritaba eso porque no se aprendía mis canciones, el cabrón. El baterista era abstemio y estudiaba 8 horas al día: era el que más le odiaba de todos. Un día el baterista abstemio dijo “o él o yo”. Entonces decidimos echar al bajista porque aquel baterista era jodidamente bueno.
Yo tenía un bajista que solo estudiaba en el retrete. Era un tipo duro, pero se le escapó una lagrimita cuando le echamos de la banda. El pobre nos había comprado unas pulseras en sus últimas vacaciones, y nos las entregó con voz quejumbrosa antes de irse.
Entonces aquel bajista se fue y empezamos a tocar buena música.
Y la gente dejó de venir a nuestros conciertos.
Texto: Mario Boville / Dibujo: Tordezailart